|
EL LITORAL, Jueves 18 de enero de 1968
HALCONES Y PALOMASCervantes tuvo, sin duda, singular predilección por Sevilla. Azulejos empotrados a conveniente altura traen referencias de alguna de sus obras donde menciona una calle o un lugar de la ciudad. "El príncipe de los Ingenios Españoles Miguel de Cervantes Saavedra, sé lee en una de estas inscripciones, menciona esta calle llamada un tiempo de Tintores en la novela ejemplar Rinconete y Cortadillo". Lo mismo se observa en la famosa y muy sevillana calle de las Sierpes; y hasta en el "patio de los naranjos" de la catedral, un hermoso azulejo recuerda que escribió allí, en ocasión del túmulo levantado con motivo de las honras fúnebres de Felipe II, aquel soneto que comienza: "Vive Dios, que me espanta esta grandeza". Pero estas callejeras menciones a la obra cervantina vinculada a distintos sitios urbanos se encuentran también en otras ciudades de Andalucía como Cádiz. Pero es en el Quijote donde pondera la vida en Sevilla a pesar de que, fue allí donde sufrió el oprobio y vergüenza de la cárcel aunque no le impidiera concebir y escribir los primeros capítulos de su obra en la sordidez de sus calabozos. Al despedirse del Caballeros de la Triste figura ciertos caminantes que toparon con a en sus andanzas, le instan a que visite esa ciudad: "los cuales le rogaron, dice, se viniera con ellos a Sevilla por ser lugar tan acomodado para aventuras que en cada calle y en cada esquina se ofrecen más que en otra alguna". Pero, dejando aún de lado eso de las aventuras, que ya no esta la Magdalena para tafetanes, es, sin duda, deleitosa y agradabilísima ocupación recorrer sus calles según lo hago a diario así termino mi vespertina tarea en el Archivo General de Indias y enderezo mis pasos hacia la catedral vecina mientras un mundo de golondrinas y vencejos en alocado vuelo de acrobacia entre arbotantes, pináculos y gárgolas dorados por los últimos rayos del sol se largan en picada hasta casi rozar mi cabeza, poniendo una nota estridente y bullanguera de infantil y alborozado recreo escolar, que con su incesante chirriar vence y sobrepasa el urbano trajinar de la calle y recuerda en vano al hombre abrumado de penurias y afanes económicos, la parábola aquella de las aves del cielo y los lirios del campo… El antiguo patio de la mezquita que desapareció para dar lugar a la monumental y magnífica catedral gótica, es el actual "patio de los naranjos", cuya entrada, la llamada "Puerta del Perdón", Cuela puerta de acceso a la mezquita, formada por un magnífico arco ojival túmido o arco en herradura, característico de la arquitectura árabe, que desde el siglo XVI ostenta en su archivolta una primorosa yesería plateresca, a cada lado de la puerta las estatuas de San Pedro y San Pablo y por encima un alto relieve representando la escena de la expulsión de los mercaderes del templo; y más allá, en el muro de piedra, un azulejo nos recuerda con su inscripción que Cervantes menciona las gradas de la catedral en su novela ejemplar "Rinconete y Cortadillo". Porque es el caso que aquel gentío que hizo famosas "las gradas de Sevilla" en época de la Conquista, que allí a diario se reunía para sus enganches en las flotas unos, y para sus granjerías y beneficios otros; todos esos soldados y mercaderes y tratantes invadían las naves de la catedral y ahí discutían y vociferaban sobre sus asuntos y sus contratos. Y esa algarabía y bullicio en un sitio destinado al recogimiento y la oración, movió a Felipe II a llamar a su arquitecto Juan de Herrera, que construía El Escorial, y mandarle que proyectara un edificio a propósito para todo eso que se relacionara con las actividades del comercio con los nuevos dominios de las Indias de Occidente. Fue así como el mismo arquitecto de El Escorial proyectó un monumental edificio de cuatro frentes en piedra y ladrillo elevado sobre un basamento formado por escalones también de piedra que le rodea entre mármoles y cadenas de gruesos eslabones de hierro y coronado por una balaustrada a manera de cornisamiento. Ese edificio, destinado al Consulado, que se conoció también con el nombre de la Lonja por estar señalado a la contratación de asuntos relacionados con el comercio de ultramar, es el que actualmente ocupa el Archivo General de Indias. La proximidad de la antigua Lonja a la catedral hace que mi recorrida vespertina comience, de ordinario, a lo largo de sus gradas, donde un Cristo, bajo la tremenda advocación de "Señor de los Ahorcados", era venerado, en un gesto de auténtico y desconcertante humor negro, por los pícaros, como su patrono en la hora de la muerte, pues tenían al patíbulo como a el inevitable y lógico remate de su Vida. Una tarde entro al "patio de los naranjos" por la "Puerta del Perdón", junto a la cual y sobre un ventanuco enrejado se lee esta antigua inscripción casi borrada en la lápida de mármol, "Por aquí se avisa para que se administren Tos Santos Sacramentos a deshora de la noche". Pero parecería que la muerte ya no importuna a los sevillanos en horas de la noche, pues hay señales evidentes de que ese portillo ya no se abre desde hace mucho tiempo. Con estas visiones de ultratumba traspongo el umbral del pánico y se presenta a mis ojos una encantadora visión de paz y tranquilidad casi edénica: un patio inmenso con palmeras muy altas y esbeltas y naranjos en flor; fuentes de alabastro y de piedra donde murmura el agua límpida y fresca d los surtidores y un revuelo de palomas que se detienen a mi lado y me rodean corno en esas tablas en que los pintores primitivos gustaban representar a San Francisco conversando con los pájaros. Pero estas palomas, muy modernas, no han creído ver en mí, desde luego, una reencarnación de "el pobrecillo de Asís", sino un simple y muy vulgar turista, de esos que se complacen en arrojarles algo de comer. Y así, muy paso a paso, camino bajo la umbría de los naranjos por aquellos senderos que recorrieron ulemas y alfaquíes meditando con los santos derviches sobre el texto de las "suras" o versículos del Corán y la insondable sabiduría de Alá "clemente y misericordioso". Quizás en una tarde como esta llegara desde el Egipto algún sabio después de desentrañar a la sombra de las pirámides, los arcanos de las ciencias ocultas; o un astrólogo versado en la ciencia de los caldeos; o algún príncipe poderoso, con su cimitarra y su daga a la cintura, fabricadas y templadas en Fez, cuajadas de piedras preciosas, entre las que habría engarzada alguna gema de mucho precio y de singulares y mágicas virtudes. Y después de la Reconquista en este mismo lugar, derribada la mezquita y reducida a escombros la piedra labrada y orlada de finísimos alicatados y atauriques que semejaban bordados y encajes de una delicadeza y suavidad extraordinarias; entre la opresión y apretura de un gentío alucinado y empavorecido, se levantaba sobre un púlpito de mármol la figura obsesionante de un fraile dominico, San Vicente Ferrer, que hacia desfilar ante la imaginación de esa muchedumbre las visiones del Apocalipsis; y luego, desde ese pálpito, San Francisco de Borja, compañero de San Ignacio de Loyola, predicaba sobre las glorias del mundo que se desvanecen y acaban frente a la muerte que muestra todo la podredumbre y la miseria del hombre y de sus pasiones. Pero ya, las campanas de la catedral, graves y solemnes, anuncian el ángelus de la tarde. En un rincón del patio de los naranjos un monaguillo de hasta doce años, sentado sobre un antiguo capitel de piedra, lee, abstraído y abismado, una revista con historietas del Far West, en tanto los compañeros, de sotanas rojas y blancos roquetes, intentan unas tomas de yudo. La Giralda recorta su silueta en el cielo del atardecer, mientras unos balcones, entre las molduras góticas y los arbotantes de la catedral, devoran despiadadamente los pichones de las palomas que se arrullan al pie de la imagen de la Virgen tallada en la piedra del tímpano de una de las puertas que dan a las naves de la iglesia. |